Y sin embargo lo había. Detrás de esa mano estaba el poder del mayor imperio de los medios que jamás ha existido en nuestro país. Un poder que abarca desde la educación que reciben nuestros hijos (Santillana), hasta la mayor parte de la información que recibimos los españoles por tierra, mar o aire (prensa, televisión y radio) durante las 24 horas del día y gran cantidad de los libros, películas y series de televisión de nuestros tiempos de ocio (Taurus, Aguilar, Sogecable, etc.). Demasiado poder detrás de una sola persona que, por mucho que quieran vendernos ahora en las esquelas y mementos, no ha sido nunca independiente. Los medios ya no los dirigen periodistas sino empresarios y Polanco eligió en su día una opción política, la apoyó en todo momento y su imperio creció a la sombra de la misma al mismo tiempo que ayudaba a darle estabilidad y credibilidad. Una simbiosis como tantas otras pero, a mi juicio, algo indeseable en cualquier sistema político democrático que debería de poseer los mecanismos necesarios para limitar este tipo de cosas.
No creo que haya sido un hombre malo, pero tampoco el hombre honesto, «referente de libertad», «canonizador de demócratas» o «paladín de la independencia» que tratan de vendernos ahora. Al margen de estas valoraciones, a mi Polanco y su «imperio» me dieron la oportunidad de disfrutar de uno de los mejores trabajos que he tenido en la vida y de conocer a personas maravillosas en el. Desde aquí se lo agradezco profundamente y espero que haya disfrutado de su vida. Porque ya no le queda otra cosa.